La corresponsal Rosa María Calaf rompe su silencio y cuenta cómo la intentaron violar




"Esta historia nunca la he contado. Fue un incidente tremendo, pero ahora pienso, y lo he pensado mucho, que es buen momento para hacerlo, ya que es un problema que está siendo denunciado por la Asociación de la Prensa y por Reporteros sin Fronteras. Me refiero a la violencia contra las periodistas, al hecho de que se pretenda frenar la información con la intimidación. No solo es que te maten, en eso da igual que seas hombre o mujer, sino que, como cada vez hay más mujeres cubriendo conflictos como "freelances", se aprovecha su mayor vulnerabilidad para frenar la libertad de prensa y de información, para evitar que se sepan las cosas".


Rosa María Calaf (Barcelona, 1945) menciona de sopetón las palabras «intento de violación». Y, de repente, se hace difícil creer que algo así haya podido ocurrirle a la eterna reportera de Televisión Española (la más veterana, 37 años en el ente hasta su jubilación en 2009). Recorría el planeta -ha estado en 176 países- abriendo corresponsalías, sin duda inspirando y empujando a varias generaciones de jóvenes a estudiar Periodismo. Una mujer sola por esos mundos de dios a veces tan abandonados. El espectador se la imaginaba fuerte y desenvuelta, muy segura de dónde pisaba, lidiando sin problemas con guerrilleros, con políticos y militares. Con todo lo que se le pusiera por delante. Con su pelo rojo y su mechón platino al viento, ese que inventó para ella Llongueras. ¿Cómo podríamos haberla visualizado tirada sobre una cama, luchando para zafarse de un alto militar serbobosnio medioborracho en un hotel de Trebinje, cerca de Dubrovnik? Sucedió en 1996, en los estertores de la guerra de los Balcanes, con los acuerdos de paz de Dayton ya firmados. Y el agresor era ni más ni menos que un coronel, el hombre de confianza del general Dragomir Milosevic, un personaje que sigue cumpliendo los 29 años de prisión a los que le condenó en 2007 el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia por crímenes contra la Humanidad durante el asedio de Sarajevo.



Antes de seguir hablando de aquella agresión, Calaf insiste en dejar bien claro que esto no lo cuenta por afán de figurar o de llamar la atención. «No, no voy a ir ahora de protagonista, porque tampoco me violaron, y de hecho nunca lo he contado. Es terrible porque hoy te das cuenta de que hay muchas más mujeres en los conflictos y ves cómo el cuerpo femenino se ha convertido en una táctica de guerra de intimidación. Eso es lo que de verdad importa».

Reporteros sin Fronteras llegó a pedir en 2011 a los medios de comunicación que no enviasen mujeres a El Cairo durante la Revolución egipcia. Varias periodistas fueron forzadas en la plaza Tahrir por decenas de hombres en algunos casos. Como Lara Logan, corresponsal del programa "60 Minutes" de la CBS. Fue rodeada por unos 200 individuos y agredida sexualmente: «Durante una hora me violaron con sus manos, pensé que iba a morir torturada». Algo parecido sufrieron la reportera británica Natasha Smith, y Carolina Sinz, de France 3. En otra zona del planeta, la congoleña Caddy Adzuba tiene guardaespaldas pagados por ella junto a su casa, ha instalado alarmas y nunca permanece en la calle después de las seis: «Despertamos el interés de todo el mundo, así que mucha gente quiere eliminarnos. El riesgo es doble si eres periodista y mujer, porque estamos expuestas a violaciones». La Federación de Asociaciones Españolas de la Prensa (FAPE) alerta sobre «el número sin precedente de reporteras amenazadas, atacadas, acosadas, violadas o asesinadas».

- Rosa María, ¿se ha arrepentido de no haberlo hecho público antes?

- Pues no en ese momento. Después, alguna vez he dudado. Puedo estar equivocada, pero en conciencia creí que no debía. Recuerdo que lo medité toda la noche, pensando en si tenía que decírselo a los militares españoles... Me retorció el brazo, me dolió mucho durante muchos días, pero no llegó a violarme, y aunque así hubiera sido, tampoco lo habría dicho. El periodista corre sus riesgos y si te matan, mala suerte. Lo importante es lo que le pasa a la gente que está ahí. Primero hay que velar por las víctimas civiles locales que no pueden escapar.

Calaf estaba en la antigua Yugoslavia para cubrir los momentos posteriores a la firma de la paz que daba fin a una guerra terrible: «Se iban a celebrar unas elecciones en Mostar, y cuando terminé mi cobertura informativa y se marcharon los cámaras a Madrid, me quedé un poco más. Había conocido a un oficial griego de Naciones Unidas que iba a ir en un coche blindado desde Mostar, en Bosnia, a Trebinje, que era Serbobosnia, donde había un destacamento español, y le pregunté si me podía llevar. Estaban destacados junto a Dubrovnik y el camino permanecía cerrado, solo se podía pasar con permisos especiales, así que me dejó ir con él. Una vez allí, los españoles me presentaron a un coronel serbobosnio que tenía relación con ellos, de hecho ese día comía paella allí. Y este tipo se mantenía en contacto con un general que me interesaba muchísimo, Dragomir Milosevic, que había sido herido y se estaba recuperando. Era muy difícil hablar con él, pero el coronel me dijo que le conocía y que podía presentármelo, todo esto "off the record". Y quedamos para el día siguiente».

El coronel sin nombre

Aquel coronel, del que Calaf no recuerda el nombre, le llevó a su casa, con su mujer, y entonces hizo su aparición Dragomir Milosevic. Hablaron largo y tendido durante la cena. «Cuando terminamos y me despedí de Milosevic, el coronel se ofreció a acompañarme hasta el hotel. Y ahí empecé a notar que aquello se estaba desviando. Él había bebido bastante y en la calle intentó agarrarme, pero me enfadé mucho y conseguí llegar hasta el hotel».

Calaf había coincidido aquellos días con unos chicos catalanes de una ONG y quedado para ir a ayudar a personas mayores aisladas en pueblos pequeños. Así que cuando llamaron a su puerta cometió el error de pensar que eran ellos. «Y me encuentro al tipo este, que medía dos metros, que me cierra la puerta y me tira sobre la cama. Tuvimos un forcejeo brutal, empecé a chillar y a tirar cosas y le di un rodillazo bastante oportuno. Lo neutralicé por un momento y pude darme la vuelta y abrir la puerta. Entonces se oyeron voces, porque también había gente de Naciones Unidas, el tipo se asustó y huyó. Yo bajé a la recepción y lo conté. Pero no me hicieron ni caso. "Ya, bueno, sí", decían, y entonces pensé que aquella gente estaba aterrada porque mi agresor era un alto militar. Decidí en aquel momento que no iba a montar un lío, cuando realmente en esa guerra había habido miles y miles de mujeres serbias, bosnias y croatas violadas. Y me dije: "Oye, yo estoy aquí porque quiero, ya sé lo que me estoy jugando". Así que con toda la rabia del mundo, porque lo que quería de verdad era estrangularle, opté por no hacer nada. Pasado un rato, volvieron a aporrear la puerta, pero no abrí».

Al día siguiente, los voluntarios catalanes fueron a buscarla y durmió dos noches en la casa donde ellos estaban viviendo. La cosa, de todos modos, terminó con una anécdota divertida. «Cuando acabé con aquellos chicos, yo pensaba en cómo saldría de allí, porque no tenía intención de regresar a mi hotel y mucho menos de andar suelta por ahí. Y entonces va y llega Aznar en una visita imprevista, una de esas que no se anuncian por seguridad. Aterrizó en un avión de las fuerzas aéreas y cuando me ve, salta: "¿Y tú qué haces aquí?". "Pues viendo todo esto", le digo. Y le pedí que me llevara con él de vuelta. Con lo que regresé a Mostar en el avión de Aznar. Luego ya pude ir en coche a Split para pillar un vuelo a Viena, que era donde tenía mi base operativa. En fin, al menos aquel encuentro tuvo su gracia».

Vía; El Correo

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