José Luis Moreno ha roto su silencio en el programa Ya veremos, que presenta Juan Luis Cano en M80 Radio. El ventrílocuo se manifestó molesto por los insultos que ha recibido, y aclaró además que la demanda al portal Bluper lleva meses interpuesta, y no ha sido a consecuencia del estreno de La Alfombra Roja Palace.
Pablo Carbonell se despide así de su amigo Pedro Reyes:
Pedro Reyes sabía que tenía un don para la comedia porque hacía reír a sus sobrinas. Con ese bagaje profesional y 17 años fundó en Huelva un grupo de teatro para niños anárquico y surrealista. Hizo una actuación alquilando el local del sindicato con mi hermano y otro amigo y a la semana siguiente me invitó a unirme al grupo. Tenía que llevar mi propia ropa. Llevé mi pijama, polvos de talco y maquillaje de mi madre.
En el grupo de teatro no había guion. Había que improvisar, recrear los juegos de los fuegos de campamento, cantar y representar los cuentos que nos sabíamos. Cuando el ingenio nos fallaba recurríamos a la lucha libre o a tirarnos por la escalera para no perder la atención de los niños.
La primera vez que vi a Pedro sobre el escenario, a dos horas de abrir las puertas al público, estaba explicando que íbamos a representar Alí Baba y los 40 ladrones. Pedro decía: "Alí Baba va por el desierto y dice: '¡Ábrete Sésamo!' y se abre la puerta de una cueva, entra y se encuentra un montón de tesoros". Miré a mi alrededor y viendo que no teníamos nada pregunté: "¿Dónde está la entrada de la cueva y los tesoros?". Entonces Pedro colocó en el escenario un butacón, lo señaló y exclamó: "¡Oh, una cueva!, está cerrada. Diré las palabras mágicas. ¡Ábrete Sésamo! ¡Oh, se ha abierto la entrada, para dentro que meto".
Pedro se metió por debajo del asiento y al salir por el otro lado sus ojos brillaban emocionados. "¡Un tesoro, un tesoro fabuloso, cuánto oro, qué collar tan precioso, y este anillo, ¡cómo brilla...!". Pedro se iba colocando las joyas que iba recogiendo a puñados sobre el cuerpo, manejando el espacio de tal manera que me hizo comprender que solo hace falta imaginación para hacer ver las cosas y que no existe mayor espectáculo que una mirada. Con esas dos herramientas nos lanzamos a la calle a hacer teatro y a pasar la gorra. Caminamos muchos kilómetros juntos. Dormimos muchas veces a la intemperie abrigados por el sueño de alcanzar las estrellas. Hoy él se ha ido hacia allí. Sin despedirse de nadie, sin nada en las manos, con su imaginación y su mirada intacta. Gracias Pedro. Te lo debo todo.
La guionista Bárbara Alpuente se despide en Público de su padre:
Escribo envuelta en la perplejidad absoluta, invadida por una inquietud crepuscular, desde un infierno intermitente del que ahora salgo a coger aire para despedirme de mi padre.
Moncho, mi padre, se fue en la madrugada del 21 de marzo, y os confieso que todavía estoy esperando a que vuelva. Siento como si hubiera salido a pasear por Malasaña a saludar a los camareros y vecinos, a tomarse un chupito (o alguno más), a charlar con quien encontrara en su camino, a sonreír a los que se le acercaran, a contarle los secretos de Madrid a los parroquianos del Palentino, a jugar al ajedrez en el Estar, a celebrar la vida con su pandilla de la calle del Pez, a contarme qué estaba escribiendo, a recitarme versos de Góngora, Cervantes o Boris Vian, a comerse unos callos en el Bocho y charlar con Luisi, María y Loli, a sentarse en la terraza de Lamucca e ir recibiendo amigos durante horas hasta que oscurecía. Siento que ha salido del tiempo, pero solo un ratito, y que volverá a darme un abrazo y a contarme qué pasa al otro lado, por muy ateo que fuera, y a sentarnos en el jardín de su casa, ahora que empieza la primavera; a leer juntos, a escribir nuestras cosas y enseñarnos el trabajo según vamos avanzando, a verle pelear con Internet, porque mi padre era de esos que cuando salía una publicidad de “Introduzca aquí su móvil”, él iba y lo introducía. Siento que está aquí conmigo, sentado en el sofá, bajo su manta de cuadros, siempre con un libro entre las manos, y me parece oír su tos de fumador; esa que me tuvo en vilo media vida y que ahora incluso echo de menos.
Me pasé la infancia escuchando eso de “ayer vi a tu padre en la tele”, que me decían casi a diario en el colegio. Y a menudo lloraba al verlo en la pantalla, porque por mucho que extendiera los brazos, no podía traspasarla para abrazarlo. Y así estoy ahora, llorando desconsolada porque por mucho que extienda los brazos, no consigo llegar hasta él.
La primera vez que me llevó a Radio El País a presenciar su programa, entré en directo sin ser muy consciente de lo que hacía y le pregunté sorprendida: “Pero papá, ¿a ti te pagan por hacer esto?” Y sí, le pagaban, cada vez menos, por hacer lo que más le gustaba en el mundo: hablar, escribir y provocar carcajadas.
Supe que mi padre no era un súper héroe el día que pretendió coger un atajo para volver al faro de Ons, donde nos alojaba el farero Fernando Liste cada verano, y descubrí que nos habíamos perdido. Estábamos en mitad de un cementerio completamente desorientados, por mucho que él se resistiera a reconocerlo. O cuando tras animarme a que subiera a la montaña rusa del parque de atracciones para perderle el miedo, le vi vomitando tras un árbol porque el que se había mareado era él. Conocía sus fragilidades y aprendí a protegerlo, así como hicimos todos, porque mi padre, más allá de la figura mediática, también era un hombre frágil, y con un una enternecedora sensibilidad. Por eso era capaz de destrozar a Esperanza Aguirre en un soneto y luego tratarla con respeto cuando coincidían en alguna tertulia de radio.
Pasó sus últimos días mirando el mar, tomando notas, siempre pensando en un siguiente proyecto… Y me pregunto, papá, en qué proyecto andas ahora. Nosotros lo tenemos claro; nuestro proyecto es aprender a vivir sin ti, porque se puede, ya lo sé, pero no va a ser tan divertido.
Mi padre se fue de madrugada a tomarse la última al otro lado, junto a su amigo Almazán, Barquín, Camacho, Aparicio, y tantos otros que, como dicen, también se fueron demasiado pronto.
Y aunque él no creía en el cielo, me gusta imaginármelo allí; preguntando en la barra qué clases de whisky tienen (si en el cielo no hay un bar, la resurrección de mi padre será inminente), sentado tras un ventanal para observar a la humanidad, y comprobando que aquí abajo nos hemos quedado en blanco y negro.
Lo recuerdo levantando la mirada del libro para vigilar a los pájaros, a los que sabía distinguir por su canto y plumaje, y gritándome desde el jardín: “Bárbara, ven, mira qué color tienen las nubes…” Y yo acudía corriendo, me abrazaba a él y permanecíamos en silencio, sin imaginar que aquel sería nuestro último atardecer juntos… Al menos en vida.
Dicen todos que se ha ido demasiado joven. No sé muy bien quién decide a qué edad hay que morirse, aunque seguro que pronto existirá una ley para legislarlo. (que, como buen ácrata, se habría saltado con alevosía) Pero si os digo la verdad, intuyo que mi padre se ha largado cuando le ha dado la gana.
Moncho Alpuente deja a medias un musical sobre Franco, varias obras de teatro, proyectos de libros, uno de ellos en común, varios sonetos y, lo más importante, nos deja a medias a todos.
Quiero dedicar estas líneas a Chari; la mujer de su vida, a su familia, a su pandilla de los martes, a los amigos del Estar, a los compañeros de profesión, a los lectores a los que tanto afecto tenía, a los espontáneos que se acercaban a él en Las Canteras, a sus magníficos músicos, a mi madre, por haberle elegido para ser mi padre, a mis amigos, que me acompañáis en cada latido, a todos los segovianos, malasañeros y gallegos (Menos a Rajoy), a sus chicas, y a tantos que sois y que sabéis que hablo de vosotros. Gracias por tanto cariño, por tanto respeto, porque dentro del abismo anímico hacia el que me precipito irremediablemente, sé que esto sería mucho más difícil sin vosotros.
Adelante, papá, la carretera nacional es tuya. Y la eternidad.
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